El ensayo de Raquel Tibol, veinte años después
Por Manuel Guillén, IG: @manuelantonioguillenpuente
Al inicio de su destacado ensayo que da título a la colección de textos que hace dos décadas publicara Raquel Tibol (1923-2015), cita una opinión absurda del artista cubano Leonel López Nussa la cual, no obstante lo disparatado y lejano de su contenido, en su momento ─hace más de medio siglo─ reflejaba el estado de los tiempos:
“Si hay algo opuesto a la naturaleza femenina es el dibujo. Las niñas dibujan, pero las niñas no son mujeres. Las mujeres son objeto del dibujo, no sujeto. Cuando la mujer dibuja se masculiniza. El dibujo es macho demasiado incorpóreo para interesar a la hembra”
(p. 10).
Descripción ciertamente burda y machista, como señala la autora, pero que representa el corolario de siglos de minusvaloración de la potencia femenina, en general, y de la capacidad artística de las mujeres, en lo particular (recordemos que la propia Raquel Tibol tenía la penetrante hipótesis de que quienes pintaban en las cuevas paleolíticas eran las mujeres, por ejemplo, lo cual sería muestra fehaciente de dicha destreza evolutiva femenina).
Opiniones como la referida, simplemente exponen un temor inveterado de la mayoría de los hombres ante la evidente superioridad cognitiva de las mujeres, que incluye el razonamiento, la creatividad y la inventiva; cualidades evolutivamente consolidadas en mayor medida en las mujeres que en los hombres.
El remedio histórico para calmar el pánico masculino generalizado fue relegarlas a actividades supuestamente menores, en donde, paradójicamente, adquirieron nuevas habilidades (el contacto diario con la humanización, la destreza en el detalle, la administración de los bienes cotidianos, etcétera) sin que mermara un ápice su capacidad cerebral vanguardista para nuestra especie.
Zanjada esta cuestión, podemos concentrarnos en uno de los temas recurrentes en la colección de textos de Tibol: ¿es posible un arte femenino? O, por mejor decir: ¿existen características de género necesarias en el arte realizado por mujeres? ¿O dichas características son sólo contingentes?
Pensemos en el caso paradigmático de Frida Kahlo (de quien no se ocupó Raquel Tibol en este libro, puesto que ya preparaba una obra en solitario sobre la artista: Frida Kahlo en su luz más íntima, que salió de la imprenta en 2006, si bien textos previos sobre el tema los publicó ya desde la década de los ‘50).
Sus obras están inextricablemente realizadas con su condición de género. Comenzando por su imagen omnipresente, junto con las alegorías visuales sobre su sexualidad, sus condiciones corporales y sus relaciones amorosas. En conjunto con lo que sabemos de su biografía, las pinturas de Frida Kahlo son la narración visual de su compleja feminidad.
Expiación, psicoanálisis y exploración de lo femenino son virtudes de la obra de la mexicana que, con justeza, le han valido celebridad mundial. Quizá realizaciones como las de Kahlo, cuyo eje temático es el ser mujer desde la subjetividad, sean más que una corriente (que sí lo pueden ser), una etapa dentro de la universalidad dinámica del arte ejecutado por mujeres.
Así, podríamos hablar, como en Hegel, de tres fases dialécticas: la afirmación del machismo excluyente, representada por la cita de López Nussa. La negación del mismo, que podría ser la etapa de la segunda mitad del siglo XX y de la cual Frida Kahlo es un ejemplo preeminente, en la que
“En el abanico de estilos y de valores artísticos se despliega la feminidad, la cual hay que observar con nuevo enfoque para desentrañar, en los lenguajes visuales, metáforas cargadas de género propio, de estructuras compositivas armadas con otra racionalidad y otra emotividad…”
(p. 16).
Y, finalmente, el momento de la superación de la contradicción, en la que encontramos arte sin más, sin género discernible:
“…la identidad diferente en arte no se da de manera constante y universal, y esto se debe a que en el estadio del desarrollo espiritual del presente y del pasado inmediato hay voces compartidas que pueden apreciarse como sexualmente neutrales”
(p. 15).
La anterior propuesta no significa que haya una consigna de neutralidad de género en el arte o un deber ser meta biológico del mismo. Tampoco que haya que excluir temas o incluso denuncias de género (a las que, en la actualidad, además de las del feminismo se suman las de la comunidad gay y las subculturas periféricas con pleno derecho estético). Significa, en cambio, que la expectativa de elementos de género en el arte realizado por mujeres continúa la historia de la falsaria diferenciación de la inteligencia creativa realizada desde las ventajas históricas del patriarcado. Hay condescendencia y paternalismo en la espera de que las mujeres hagan obras “de mujeres”.
La siguiente cita de un crítico de arte del siglo XIX, referida por Raquel Tibol en su ensayo, con un tono elogioso y sin duda de buena fe, refleja justo lo que señalo:
“… al vasto campo de la composición, ora ejecutando los retratos de sus deudos, ora reproduciendo vistas de amenos paisajes, ora, en fin, representándonos el encanto de las escenas domésticas, asunto que deben comprender mejor que nadie las hermosas del bello sexo porque en el dulce retiro de la casa y de la familia es donde se desliza casi siempre la tranquila existencia de nuestras hermosas”
(p. 31).
Casi dos siglos después, esperar que el arte realizado por mujeres trate de temas “femeninos”, contiene la misma ideología de asignación de esencias de género reflejada en la anterior cita. Que el lenguaje cursi y paternalista haya desaparecido en la actualidad, no obsta para transmitir el mismo mensaje: la pretensión de que en la creatividad hay temas masculinos y temas femeninos.
Presuponer cierta naturaleza femenina frágil y en desventaja congénita y asignar a ello valores supuestamente de exclusividad femenina, es una forma más del machismo, así sea cortés y benevolente.
Por ello, el arte puede (y quizá deba) ser sin género; contundente en su visualidad y en su contenido significativo; apelar a la cognición a través de los sentidos. Recabar la herencia cultural civilizatoria en la que, sin duda, participaron ambos géneros en igualdad de importancia; por más que los varones, de manera tendenciosa, hayan descrito sus hazañas exclusivistas como lo verdaderamente importante de la historia. Afirmación sin sustento, porque como estableció Gerda Lerner hace una generación, en su obra La creación del patriarcado,
“Al igual que los hombres, las mujeres son y siempre han sido actores y agentes de la historia. Puesto que las mujeres representan la mitad de la humanidad, y a veces más de la mitad, han compartido con los hombres el mundo y el trabajo de la misma manera. Las mujeres no están ni han estado al margen, sino en el centro de la formación de la sociedad y la construcción de la civilización”
(p. 20).
De manera que vienen a la mente obras sin género discernible, pero con potencia significativa y simbólica, como las instalaciones luminosas de la veterana artista estadounidense Jenny Holzer, con su insistencia en la visualidad de las frases comunes para los viajeros, que ella modifica con diferentes significados; espectaculares trabajos multimediáticos que remedan los espacios de conexión de los viajantes: aeropuertos, centrales de trenes, letreros frontales de autobuses, etcétera.
Holzer manifiesta una circunstancia contemporánea con el frío e irónico temple del observador de lo cotidiano, con sabia mirada sobre lo que implica ser una sociedad en constante tránsito: la dependencia de la tecnología, la fulgurante pero efímera luz de la novedad y un contacto humano aséptico, globalizado y genérico.

O pensemos también en las figuraciones grotescas de las esculturas de Francesca Dalla Benetta, joven artista italiana ya afincada en México, en las que encontramos algo del sustrato de las pesadillas en adecuada armonía con un subgénero que se ha mantenido firme durante toda la Modernidad, pero que adquirió fuerza en la Posmodernidad debido al cine, al cómic y a las series televisivas.
El grotesco remite a la vida del inconsciente, a miedos arcaicos y a la fascinación por lo extraño, que es genéricamente compartido, incluso andrógino, sin desbalance entre lo femenino y lo masculino.

Finalmente, en la serie Post Pop Baroque de la norteamericana Audrey Flack, accedemos a un magistral pastiche en el que se funden los clichés pictóricos del mundo del cómic estadounidense y la pintura de finales del Renacimiento. Fastuosa visualidad, cargada de fuerza y dinamismo, que remite a la herencia cultural de la civilización occidental toda, hombres y mujeres incluidos.

*Ser y ver. Mujeres en las artes visuales, de Raquel Tibol. Primera edición de 2002. Plaza y Janés, México, 310 páginas.
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