De los márgenes de la sociedad a la cultura pop
Por Manuel Guillén
Durante mucho tiempo, los tatuajes fueron considerados una manifestación artesanal periférica, propia de sectores alienados de la sociedad. Como es sabido, durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, los estereotipos asociados a estos fueron las prostitutas y los presidiarios, junto con los marineros.
Rastrear dicho imaginario social amerita una investigación en sí misma, cuyo eje analítico sería, a mi entender, la relación entre una progresiva distensión de la moral puritana y una auto apropiación del cuerpo como primera manifestación espontánea de rebeldía ante dicho puritanismo religiosa y jurídicamente sancionado. Con infortunio, por ahora solamente puedo dejar este asunto así señalado.
Lo cierto es que, desde mediados del siglo pasado, hubo un cambio progresivo y sostenido en la manera de interpretar socialmente los tatuajes. Comenzó con las subculturas urbanas de la posguerra, de entre las que destacan los grupos (en ocasiones, pandillas) de motociclistas estadounidenses y, de manera señera, la consolidación del rock en la cultura pop internacional.
Fenómeno que, de acuerdo con la polémica interpretación de Daniel Bell (1994), se inscribió en un proceso de contraposición entre el ámbito de lo cultural frente a los ámbitos de lo político y lo tecnológico. De acuerdo con el sociólogo: “…el principio axial de la cultura moderna es la expresión y remodelación del “yo” para lograr la autorrealización. Y en esta búsqueda, hay una negación de todo límite o frontera puestos a la experiencia” (p. 26).
e esta manera, podríamos decir que durante la segunda mitad del siglo pasado, los tatuajes transitaron de la periferia de la sociedad, donde eran una expresión intuitiva de inconformidad ante los ámbitos normalizadores de la interacción social (la tecnología y la política, de acuerdo con Bell, con sus respectivos aparatos burocráticos de lineamientos, estandarización y vigilancia de las masas poblacionales), al mundo de los ídolos del rock, quienes encarnaron una rebeldía teatral y lucrativa (y, por lo tanto, susceptible de coexistir con el mercado) hasta la replicación de dicha expresión simbólica en el ámbito individual cotidiano cuya gran explosión ocurrió en la década de los noventa del siglo pasado.
Dos ventajas tienen los tatuajes que permitieron su expansión global sostenida durante los últimos treinta años: su realización, en la medida que originalmente es una técnica artesanal, puede ser ejecutada casi por cualquiera. La segunda es que el soporte matérico es el cuerpo mismo y no hay posesión más universal que esa.
Hasta el momento de su gran diversificación global en la década de los noventa, fue claro que los tatuajes eran una forma de la artesanía que, sin duda, poseía particularidades propias, pero que no se pensaban más allá de los límites del copismo. Por supuesto, había mejores replicantes que otros y también inventiva propia que en ocasiones llegaba a ser destacada; pero, por descontado, no se consideraba arte en el sentido de los ejercicios académicos propios del dibujo y la pintura.
Asimismo, un elemento que comenzó a tener gran relevancia fue el vínculo psicológico entre el tatuaje y el portador. Con celeridad, los tatuajes pasaron de imágenes rudimentarias con estereotipos de clase o circunstancia (un ancla en los marineros, un corazón sangrante en una sexo servidora de principios del siglo XX, por ejemplo) a motivos socialmente contestatarios como calaveras, cruces de la Alemania de Bismarck, animales salvajes y chicas con pechos al aire, en las subculturas urbanas de los sesenta, hasta llegar a ser representaciones mucho más sofisticadas de la vida íntima de las personas, algo que con cierta arbitrariedad podríamos decir que se ha verificado solamente en las últimas cuatro décadas.
Es en esta etapa contemporánea del tatuaje cuando comienza la profesionalización de su manufactura en el sentido no sólo técnico (estudios adecuados, materiales de calidad, garantía de higiene, etcétera), sino principalmente estético: la unión de maestría ejecutante e intencionalidad simbólica.
Esto lleva a una serie de cuestionamientos sobre el estatus del tatuaje en la actualidad, que pasa por la ejecución, la representación y el simbolismo. No es posible desarrollarlos en extenso por ahora, pero notemos las siguientes características.
Obviando el hecho de que la piel humana es un “medio intimidante”, como afirma Webb (2014) (y cabría preguntarse si el lienzo, la pared o la pantalla de cristal líquido no lo son también para los respectivos artistas), base matérica ciertamente menos controlable y con mayores anomalías imponderables que otras, el centro de la disputa sobre el estatus artístico o artesanal del tatuaje elabora en torno a las cualidades representacionales del ejecutante. Es decir, a su calidad performativa.
Afirmo que solamente en torno a ésta es que radica la determinación artística del tatuaje y no como algunos piensan en lo relativo a la realización de diseños propios o propuestas figurativas innovadoras. Esto es importante y muchos tatuadores han ganado merecida fama por ello. Pero no es lo determinante.
Porque si se va a excluir del privilegiado terreno de los artistas a un tatuador que a pulso (es decir, sin la consabida calca que usa el tatuador a destajo) realiza con maestría la reproducción de una imagen que no es producto de su propia imaginación inventiva, entonces, ni la Vista del Valle de México desde el cerro de Santa Isabel (1877), de José María Velasco, ni el David (1504) de Miguel Ángel ni el Retrato del papa Inocencio X (1650) de Diego Velázquez podrían considerarse como obras de arte. Lo cual es, a todas luces, absurdo.Por supuesto, en la estética contemporánea se toma con cautela la cuestión de la representación, advirtiendo que no es tanto una copia (cómo podría ser eso en última instancia), sino una competente caracterización o, incluso, clasificación de lo representado por medios artísticos ─así, por ejemplo, Goodman (1976)─. Algo que es similar a la cuestión del realismo en la narrativa, que no tanto describe sino que construye la verosimilitud de lo representado ─elaboro sobre el particular con base en el ejemplo paradigmático de La hoguera de las vanidades en Guillén (2010)─
Dicha maestría es, entonces, el elemento determinante para considerar al tatuaje dentro de las artes de autor, debido a que el factor tradicional de otras artes visuales, el academicismo, no ha constituido parte integral en el desarrollo histórico del tatuaje.
De manera cierta, existe un conjunto relevante de artistas visuales que han incursionado de manera profesional en el mundo del tatuaje (por ejemplo, Webb pone en su artículo los casos de Shawn Barber, Abbylyn Williams y Brianna Nichols), pero la mayoría de los más famosos y renombrados tatuadores han sido básicamente autodidactas o con una educación artística dispersa y fragmentada. Tal es el caso del laureado tatuador estadounidense Arlo Dicristina, por mencionar un caso prominente.
Lo que esto revela es que el tatuaje, de manera similar al grafiti, ha tenido un desarrollo propio con una adecuación peculiar entre talento innato de los realizadores, excepcionalidad matérica e influencia de la psique individual, tanto receptora como ejecutora. (Algo que otro de los más renombrados tatuadores norteamericanos, Paul Booth, ha destacado: “Inking without a plan gives Booth freedom to explore the desires of those seated in his chair, he says, to feed off their energy, allowing his clients’ demons to help guide the needle” (Lipton, 2002, p 40.)
Por ello, bajo la tendencia que se consolidó a partir de la década de los noventa de difuminar las fronteras entre el arte “bajo” y el arte “alto”, la práctica del tatuaje marca un diferenciador crucial: el advenimiento de la performatividad (ejecución más inventiva) intuitiva que es social y no académicamente sancionada, y en esa medida habrá de ser evaluada dentro del conjunto de las artes de nuestro tiempo.
Referencias
Bell, Daniel (1994). Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid: Alianza.
Goodman, Nelson (1976). Languages of Art. Indianapolis: Hackett Publishing Company.
Guillén, Manuel (2010). “Los planos de la secuoya: la construcción literaria de Nueva York en Manhattan Transfer y The Bonfire of the Vanities” en Transitar la urbe. México: Herder.
Lipton, Joshua (2002). “Bad Skin”, en Rolling Stone #892 (edición estadounidense), 28 de marzo, pp. 38-40.Webb, Jeshrum (2014). “The Fine Art of Tattoing”, en Print on line, 12 de febrero. Disponible en: https://www.printmag.com/post/drawing-tattoos
Para saber más del autor puedes visitar su blog: http://guillenresearch.blogspot.com